jueves, 23 de diciembre de 2010

Hana-bi (Cines Alphaville)



Porque nunca estuve más cerca del dibujo dentro de una sala de cine.
Por haberme desconcertado.
Por mezclar muerte y violencia con ternura e ingenuidad, y salir ileso.
Por conseguir emocionarme sin decir palabra.
Por hacerme reír cuando en realidad me engañabas para a continuación pegarme un palo pero de los buenos.
Porque acompañaste a esa parte de mí que se deja llevar por el desasosiego, lo malsano y la nada.
Porque vivís muy lejos, porque estáis locos, y porque me fascináis con vuestra manera de ser

Y, porque siempre que pienso en ella, tengo unas infinitas ganas de volver a verla.

Hana-bi. Flores de fuego.
Madrid, 1997.

Al salir de callejear por el centro de Madrid y arribar a Plaza de España el viento y el frío se colaba siempre entre tus dedos.
Pero si ibas al cine no importaba...
Te habían hablado, habías leído, sabías que no ibas a ver una película corriente.
Y eso te gustaba.
Entras en el antiguo Alphaville, el de las butacas dobles, y te preparas -ritual establecido- a conciencia.

Un personaje inescrutable. Un mundo violento de mafias y yakuzas. 
Y surge el vacío, surge la pintura, surge la belleza.
Dicen que las historias están hechas de amor y muerte. Y Hana-bi se zambulle allí donde no queda ya otra cosa.
El amor por la esposa, la amistad del compañero. Todo se redime en un entorno inhóspito.

Me han dicho muchas veces, después de haberla visto, que es una película lenta, que es una película irregular, que es difícil y que no es redonda.
No viví yo esas mismas sensaciones aquel invierno en Madrid.
La sala a mitad, un buen asiento.
Nunca tengo prisa cuando entro en un cine para ver una película, así que si era lenta -puede que lo sea- era también segura.
Pero cuando un personaje y un entorno hostil te conmueven el resto importa bien poco.

Y las ilustraciones.
El mundo de los cuadros y dibujos del compañero paralítico (hechos por el propio Kitano) son un universo que estalla de color y emoción dentro de la propia historia.
Se hace materia, se hace tangible y cobra su propia identidad, su propio peso.
Estar en un cine como si estuvieses en un museo. Tu mirada recorre los trazos y los colores, las líneas, las figuras.
Y te sientes fascinado por la explosión de intensidad que se desborda. Por cómo se entroncan con la propia historia que languidece.
No solamente te acompañan.
Ellos son la historia.

La película se dirige a su final. El monte Fuji, los paisajes desolados. La nieve y la sangre, el gesto que no se tuerce. Una conexión más allá de las palabras.
Con la música de Hisaishi como un suspiro que adormece, la historia termina.
La sala se enciende, y sabes que afuera hace frío.
Buscas los guantes y sales a la calle.
Y ya llegados a Plaza de España, no sientes tanto el viento que sabes que hace.
Y es que tus sentidos están en otra.