Por los insondables vericuetos de la empatía a flor de piel...
Y es que a veces sucede.
Normalmente, cuando menos te lo esperas.
Probablemente debido a un sinfín de pequeñas razones que se suman y se convierten en una sola.
Pero ahí está.
Te metes en la piel de un personaje, sientes lo que él siente, sufres lo que él sufre, vives, ves, escuchas y te rebelas con él.
Y es duro.
Pero es hermoso.
Hablo de lo que yo sentía en la visión de "La escafandra y la mariposa" dirigida por ese cocinero antes que pintor antes que cineasta llamado Julian Schnabel.
Y lo que sentía era precisamente ponerme en el lugar del otro. En el lugar de ese personaje encerrado en su propio cuerpo, aislado del mundo por el que sólo consigue sujetarse a través de su párpado izquierdo. Y de ahí precisamente nace y parte la magia.
Dura, tierna, intensa, conmovedora, veraz. Es fácil calificar, los adjetivos se suman.
Pero tú no sufres por el protagonista porque te obligan a "ser" el protagonista. Y entonces tus sentimientos cambian. La incomodidad y la rebeldía se instalan durante todo el metraje.
Y así es más fácil entenderlo todo.
Y así, cuando más incómodos, más perplejos, más angustiados (como protagonistas, como espectadores) nos sentimos, más vamos a experimentar las ganas de vivir, las ganas de salir adelante, de expresarnos, de contar, de comunicarnos...y ese alegato se convierte en nuestra única razón de ser...
Una película suele ser un pequeño engranaje de muchas piezas en las que es difícil que todo encaje.
Viendo "La escafandra" me parecía que todo se engarzaba de un modo especialmente mágico. Las interpretaciones (geniales Mathieu Almaric, Marie-Josee Croze y Max Von Sydow), la fotografía, la banda sonora (Tom Waits en el corazón) o los paisajes...
Todo forma en perfecto compás parte de una misma cosa.
Recuerdo haber llegado a Madrid para sólo tres días y mi encuentro con esta película era una cita ineludible de mi agenda.
Recuerdo cómo permanecía en cartel sólo en sesión de madrugada, y cómo me dispuse a verla poco antes de la una de la madrugada.
Y recuerdo cómo a pesar del cansancio, a pesar de la hora, a pesar de los condicionantes en contra una historia así destroza el espacio (ya no estás en una sala de cine a oscuras sino en un frío hospital al sur de Francia) y el tiempo, pues no es ni de madrugada ni de día sino que simplemente es, que ya es bastante.
Y las letras que pasan, y las letras que permanecen, y las letras que forman palabras, y las palabras que le dan sentido a todo.
Y las imágenes que dan vida a las palabras.
La emoción del padre, las ganas de seguir viviendo, la frustración de no poder, la constancia del que acompaña, la aceptación de la realidad más cruel...
Hay ocasiones en que la magia del cine hace que podamos sentirnos héroes durante una hora y media y está muy bien. Podemos volar, salvar el mundo, capturar a los malos.
Pero la empatía se mueve también por otros vericuetos, igualmente interesantes.
Y este es un claro ejemplo.
Hay mucho de agradecimiento cuando la cinta acaba y a las tres de la madrugada te vas andando a casa como en cámara lenta.
Hay mucho de gracias a los actores por ese regalo maravilloso. Hay mucho de agradecimiento al director por ordenar ese complejo puzzle. Claro que también hay mucho de agradecimiento a Jean D. Bauby por su vitalidad y tenacidad en hacernos llegar a través de su párpado todas sus sensaciones, su soledad, su claustrofobia, su lirismo, su capacidad de volar y de ser libre.
Y hay mucho que agradecer al cine, esa magia entre cuatro paredes que se libera, se proyecta y se expande, prolongando su poder en el espacio y el tiempo...
Es dura la película sí.
Pero terriblemente emocionante.
Y se disfruta como tal.