De nuevo me subo en el avión, de nuevo duermo en los hoteles y me paseo por las calles.
De nuevo miro los rostros de la gente, de nuevo el mar, la ciudad, el teatro y los paisajes vuelven a ser cómplices de mis días.
Con sólo una mirada.
Con sólo revolver las carpetas de archivos de aquel tiempo en que todo eso ocurrió de verdad.
Las imágenes me transportan y el aire ya no huele igual. Cambia el paso del tiempo y el orden de las cosas.
De nuevo me subo al avión y mi cabeza vuela.
El poder de sugerencia de una fotografía es difícilmente superable. Cuando eres tú el que la ha tomado, ese instante capturado vuelve doblemente a tus ojos y a tu espíritu. Tú estuviste allí, delante de esa imagen, igual que lo estás ahora, a miles de kilómetros de distancia o a sólo un par de palmos.
Eso sentía esta tarde noche mientras rebuscaba entre las imágenes del viaje a Vietnam de este verano.
Estuve durmiendo en un barco en la bahía de Halong, miraba a las madres hmong en los mercados de Sapa, danzaban espléndidas las marionetas en el agua y los farolillos de Hoi Ann iluminaban la noche.
Sí.
Volví una vez más a vivirlo, a revivirlo todo gracias a las fotografías.
Me subí al avión, hacía calor.
Y aterricé en Hanoi.