miércoles, 21 de octubre de 2009

Las consecuencias del amor (Cines Princesa)



Suelo preguntar a la gente: "¿Has visto las consecuencias del amor?", "No, pero las conozco" me responden.
Chiste fácil, sí, pero es que uno se lo pone a huevo...

Aún así no dejo de recomendarla.
Me gusta.
Me gusta mucho.
Ha sido probablemente la última película que me ha sorprendido en una sala de cine -que me sorprendió de verdad- en el momento en que la vi.

Es cierto que cada vez es más difícil. 
Uno lleva ya muchas (no quiero escribir demasiadas) películas a sus espaldas y conoces directores, guionistas, actores, historias que se repiten, aparte de lo que lees, de lo que te dicen, de lo que escuchas.
Hay un exceso de información, y cuando te gusta algo, cuando te metes en algo, cuando estás en algo como es el cine, es difícil que te sorprendan, que te pillen con la guardia baja, que sientas como impagable el momento de estar asistiendo a algo nuevo, único e irrepetible.

Ay, el no saber...

Es cierto que las dinámicas han cambiado y en mi caso está clarísimo.
No sé si es cuestión de épocas o de tipo de espectador, pero hay quien va al cine y quien va a ver películas.
Yo soy de los segundos.
Me encanta el cine como ritual (de eso -también- hablo en estas entradas) pero soy mucho de ir a ver una película en concreto por circunstancias concretas.
Hay que elegir.
Demasiado por ver, poco tiempo y necesidad de elección.

Con "Las consecuencias del amor" no ocurrió exactamente así.
Madrid, diciembre de 2005. Frío en las calles y consumismo en las aceras y las tiendas. 
Bullicio, gentío y multitudes, ríos de gente.
Parado enfrente de un estante de DVDs en una conocida tienda de la capital escucho, casi sin querer, la siguiente conversación:

- He visto "Las consecuencias del amor", me ha encantado. Me ha sorprendido...

Y ya no quise escuchar nada más.
Miré el reloj, vi que eran las siete y me dirigí a los cines en versión original.
Así fue.
Llamadlo intuición, aburrimiento o que no sabía qué película ir a ver esa tarde, pero así ocurrió y viví, palabra por palabra, los comentarios que había escuchado en aquella tienda.
Acabé en los Princesa, donde me encontré con un cartel extraño y el pasillo libre para comprar la entrada.

Había mucha menos gente en el cine que en la calle. La navidad en Madrid es lo que tiene. Me permití el lujo de sentarme bien cerca de la pantalla -manías adquiridas con el tiempo- y esperé que las luces se apagasen.

Y entonces surgió la magia.
Una historia difícil de situar, unos personajes desubicados, un ambiente irreal y fantasmagórico, los secretos que recorren la historia... 
Todo era nuevo: la mirada del director, el eclecticismo de la banda sonora, determinados e increíbles movimientos de cámara.
Aunque algo había que me subyugaba por encima de cualquier otra cosa.
El personaje.
Titta, el personaje interpretado por Toni Servillo, canaliza con su fuerza y su misterio toda la película. Su mirada, su soledad, su presencia, su no-vida, su apatía y sus secretos te cogen, te atrapan y no hay manera de que te suelten.
Un gran personaje (que se lo digan a House) te salva una historia entera.

Puede que sea cierto lo que dicen de este largometraje italiano. Que si es dos películas en uno, que si cierta pretenciosidad, que si patatín.
No voy a negarlo.
Pero cuando tras los títulos de crédito las luces se encendieron y el elogio final del protagonista a la amistad verdadera aún retumbaba en la sala, yo me sentí pleno, feliz y emocionado de haber viajado en esta historia de soledad y redención.

Y no.
No me pidáis que os cuente de que va, porque eso sería pecado mortal.
Hay que verla en la ignorancia, dejarse sorprender y disfrutar del no saber aunque sea por una vez.

Yo ya no puedo...