domingo, 1 de julio de 2012

Stevie Wonder (6 y 6)


















Cuando le inundó la luz, nada más salir al mundo, el pequeño Stevie agarró una armónica y le dio las gracias a las gaviotas.
Cuando le inundó la luz, nada más salir al mundo, los médicos aún no sabían que había nacido ciego, porque andaban encantados con la sonrisa y el ritmo del llanto acompasado de aquel joven que, asombrosamente, ya tenía dientes y mordía emocionado la vida que tenía enfrente.

Stevie Wonder tuvo la gallardía de llevar sus primeros años el nombre de Stevland Hardaway, de 8 letras en nombre y apellido, así que fiel como se mantuvo toda su vida a las tradiciones, conservó esa simetría par en su alias artístico.
No tuvo problemas el joven Wonder con las miradas inventadas, los colores imaginados o las sensaciones incompletas.
El soñaba trompetas asonantes, acordeones infinitos, pantalones de campana y swing, arreglos informales al piano y baterías más allá de la cocina de su madre.

A pesar de haber nacido en los 50, Stevie no consiguió morder la luna hasta los veinte años.
Eran los pasillos de la Motown, por aquel entonces, un desfile de lentejuelas y cardados, de sexo a flor de piel, de marismas de ébano, de bolas caleidoscópicas y noches de satén y chalecos.
Pero el joven maravilla permanecía sentado agarrando en el piano bailes desenfrenados que él imaginaba proyectándolos desde sus amígdalas hasta el cerebelo.
Tardó dos años en ducharse como es debido, pero las canciones que arrastró consigo en el invierno del 72 todavía hacen llorar a los pandilleros de Harlem.

Tuvo grabaciones interminables, humos entre graves, caderas alocadas, accidentes de tráfico y comas, dos puntos y los suspensivos que se agarrarían a él como sus dos hijos, Aisha y Keita.
Y él se reía.

Luego se fue diluyendo sin solución alcalina de continuidad en un caldo de lagos y tiempo, de dinero y dance, de fama y trenzas.
Sus canciones, sus Grammys y sus diez hijos nunca le abandonaron. 
Sus manos siguieron moviéndose al mismo ritmo invisible que tienen los peces voladores de aquel mercado de Tokyo.

Y él, a cada paso de sus 60 años, regresa a esa época dorada de discos eternos y coros en falsete, que repite a treinta y tres revoluciones en sus sueños deseando una revolución más, la número treinta y cuatro, que le transporte a ese mundo lleno de luz con el que se encontró nada más nacer, y que no piensa permitir que nunca le abandone.