Marie Curie nació hoy (ya ha pasado una vida entera y casi un siglo) cuando Varsovia todavía no era París ni los almendros relucían en la calle Sancellemoz.
Era la menor de los cinco hijos del doctor Skodolowski y enseguida se hizo valer entre los brazos de su abuela, los mismos que albergaban las teclas de un piano de negra caoba recluído en la casa familiar llena de luz y ventanales.
Fue el aire de esa casa el que dejó escapar la vida de su madre y de su hermana entre tuberculosis y pena, y la llevó de la mano hacia la rebeldía, la concentración, el desencanto, la rabia y el coraje.
Sus dientes fueron capaces de dentellear entre libros para volar hacia la libertad.
Su mirada indagó más allá de lo que le permitían los hombre de gris que pagaban su mediocridad con cargo a sus propias frustraciones.
Su obstinación la llevó a lomos de un pájaro de plumas de terciopelo hasta los brazos débiles y profundos de Pierre, que tras casarse con ella le propuso comprarse dos bicicletas e irse a recorrer Francia, sin que importase el mañana.
Ella dijo sí con beso interminable que duró tres meses.
El 25 de junio de 1903 Marie Curie defendió su tesis doctoral, "Investigaciones sobre las sustancias radioactivas y la fenomenología de los abrazos" frente a un Gabriel Lippmann que no salía de su asombro.
Su voz retumbó en la crujiente madera carcomida por el tiempo de la Facultad de la Sorbona. Su mirada se introdujo por las rendijas del tiempo entre cristales, metáforas, probetas y una determinación envidiables.
Y no se quedó ahí, sino que arraigada a los suelos de la historia esperó hasta 1906 para dar, ya como catedrática, su primera lección de vida a sus alumnos.
Entre medias de aquellos dos discursos murió su marido y le concedieron el Nobel, pero la tristeza no se interpuso para que aquel corazón lograra salir hacia la superficie y respirar el aire que insufla valentía a las noches de marzo.
Como decíamos, dio su primera clase un martes 15 de noviembre, todavía con los rastros que la nevada del sábado había dejado en las soñolientas calles de un París que despertaba.
En aquellas palabras Marie estaba labrando el camino de tierra y moho que habrían de acariciar los pies de otras mujeres para lanzar dardos en forma ilusión contra los rigores de lo establecido.
Nunca quiso fumar porque le quitaba tiempo para leer poemas.
Nunca quiso la gloria porque era en el trabajo donde se expandía su alma.
Siempre en el rigor que catapultó su vida hubo honestidad y sencillez. Siempre en sus manos perduraron los aromas de aquel beso que compartió con su marido.
Y su recuerdo la llenaba de nostalgia, fuerza y avellanas.