Siempre me gustó acercarme.
Y menos alguna que otra regañina, solo me trajo satisfacciones.
Uno, como observador, entra en un museo y ya hay algo ahí, entre el silencio, que te emociona, que te subyuga, que te atrapa y no te suelta.
Es en gran parte esa solemnidad contra la que también lucho, pero que en esos templos te sobrecoge invariablemente.
Y uno, en ese entorno, se llena de respeto pero también se curiosidad.
Y se acerca.
Siempre me hubiera gustado tocar un Paul Klee, oler a Picasso, acariciar un Caspar David Friedrich.
Pero entiendo que no se puede.
Así que me contento con acercarme hasta donde los límites reglamentados me lo permiten.
Me acerco con curiosidad y respeto, sabiendo que en la textura están muchos de los secretos.
Cuando viajo, como siempre llevo la cámara encima, ocurre lo mismo pero por momentos la lente (más fina, más puñetera) sustituye a los ojos.
Y en ese relieve aparece la magia.
He aquí unos ejemplos.