Salí de cenar coincidiendo con el ocaso y me fui a pasear por el Mausoleo de Amir Timur, héroe nacional en Uzbekistán.
En este país, durante su horario de apertura, para visitar los monumentos tienes que pagar -incluso si paseas a su alrededor- pero no así por la noche, donde no hay guardias ni policía que te pida el ticket.
Así que allí estaba yo, paseando, solo, por los alrededores del Mausoleo, cuando de repente me sobresalta una persona mayor que andaba por ahí a modo de guarda.
Me asusté un poco -no lo había visto venir, concentrado como estaba en mi cámara y sus fotos-- y pensé que venía a echarme, pero más bien al contrario me preguntó si quería entrar dentro del Mausoleo.
Extrañado y bastante ingenuo ni pregunté por cuánto me saldría la broma y le dije sí.
Y entramos.
Quizá si el interior hubiera estado iluminado habría sido distinto, pero no.
Fuimos por un pasillo en penumbra y al llegar al final me pidió que esperase.
El viejo entró en lo que parecía un pequeño cuarto y se escucharon cuatro clacks.
Clack-clack-clack-clack.
Eran los interruptores que encendían la sala donde está la tumba de Amir Timur. Y fue ese sonido, y las luces aumentando, surgiendo una cúpula espectacular de la total oscuridad, lo que me dejaron fascinado y sin habla.
Eché unas cuantas fotos y grabé algun video como para justificar que había estado allí, pero nada de eso me importaba.
Al salir, le pregunté, claro, que cuánto, y él abrió la palma de su mano.
Yo ya sabía entonces que eso quería decir 5, 5.000 sums, o lo que es lo mismo, 2 dólares.
Le di 6.000, que ni llegan a ser dos euros, y me fui feliz de la vida.
Pero la cosa no acaba ahí.
Aún me esperaba lo mejor.
El viejo, agradecido, me pregunta si quiero subir al minarete.
Y yo, que de emoción ya ni pienso, le digo que sí.
El minarete resulta ser como una chimenea (se puede observar bien en la primera fotografía), y con una escalera de caracol en su interior que de ancho no llega a un metro (la mochila de cámara roza mientras subimos y yo sufro, y yo sudo, y la claustrofobia empieza a fastidiarme un poco).
No me acompaña el viejo, claro, sino un ayudante suyo, que ilumina el camino mientras sube, él primero, solo a traves de un móvil.
Yo, pesado con la cámara, cansado y exahusto, subo como puedo los más de cien interminables escalones, entreviendo la sombra de mi acompañante que cada vez sube más rapido.
Y al llegar arriba allí está, toda Samarkanda a nuestros pies.
Y ya todo ha merecido la pena...
Sé que no fui el primero ni seré el último turista al que le hacen esto -me lo ofrecieron varias veces los días posteriores, en mitad de la mañana, los mismos policías- pero por cómo se desarrollaron los acontecimientos, por cómo lo disfruté, por cómo lo viví entonces aún hoy cierro los ojos para escuchar cómo rebotan en mi cabeza aquellos cuatros clacks.
Clack-clack-clack-clack.
Y ya no hay quien me quite la sonrisa de la cara.