jueves, 14 de julio de 2011

Olvídate de mí (Cines Princesa)



En los pequeños escarceos que ofrecía el regreso.
Y de las muchas satisfacciones.

Después de haber vivido doce años en Madrid, formaba parte de la rutina volver y ver cine como si se acabase el mundo. Cinco películas en tres días, siete en cuatro y así. No había descanso, tampoco lo necesitaba.
Había mucho de vorágine, de inconsciencia, de pérdida de referencia, de mezcla de sensaciones, de falta de reposo y perspectiva.
Pero daba igual. Las ganas podían.
Y en mitad de aquella locura siempre había un rayo de luz, una parada en el camino, un instante único, un momento irrepetible. Y entonces todos los calendarios rotos habían merecido la pena.

Navidad del 2004, Madrid.
"Olvídate de mí" fue ese tiempo detenido en mitad de la nada. Ese reconstruir el mundo de nuevo, esa deliciosa sensación de sorpresa, de vida, de estar frente a una historia de amor nueva y antigua, distinta, profunda y delicada.
Porque eso era aquella película: una historia de amor.
Una historia de amor con pelos de colores, con lágrimas en el coche y caricias en el sofá, con recuerdos de una playa que se desvanece, de lucha contra lo inevitable para renacer desde casi cero.
Una historia de amor partido en dos que se resquebraja y se regenera.

La sala Princesa estaba casi llena. Gondry, Kauffman, Winslet y hasta Carrey tiran mucho.
Y no defraudan.
Unos títulos de crédito que aparecen a la media hora con la canción "Everybody's gonna learn sometime" no pueden sino presagiar el paraíso.
Aunque sepamos que el paraíso duela.
Y la gente va desapareciendo de la sala como los recuerdos dentro de la película.
Y todos somos Joel en su lucha por recuperar a Clementine.
Y nos sorprendemos y nos emocionamos a un tiempo.
La película es un caballo desbocado que nunca se desboca. Una locura controlada, un puzzle medido y disonante.
El público que queda permanece expectante y entregado: por una vez las expectativas se cumplen.

Hay mucho en la historia que la hace nuestra: la complicidad de una tarde a media luz, el desamor en forma de cinta de cassette, la elección de cambiar de metro en la dirección contraria, los juegos en la nieve, la infancia colándose por un sumidero.
Hay mucho en esta historia que funciona como espejo: las cosquillas bajo la sábana, las miradas de biblioteca, los fotomatones.
Conoces la historia como cuando ves una cara nueva y sabes que la has visto antes.
Porque el amor y el desamor se dan siempre la mano a la vez que se despiden.
Porque cuando huyes los pasillos se apagan y el futuro es incierto.

Y como quieres que acabe bien eres feliz cuando la luz de la sala se enciende. Aunque todo sea mentira, mucho más mentira que nunca.
Pero una mirada de Kate bien vale un autoengaño.
Sales a un Madrid invernal y echas de menos el mar para poder salir corriendo a su encuentro.
Para poder revivir ese momento solo te queda cerrar los ojos o volver a comprar la entrada.
Y dudas.
Claro que dudas.