Siempre fui un hombre de rituales. No me preguntéis por qué.
Supongo que la cotidianidad es en sí misma un ritual, así que de un modo u otro no podemos escapar de su influjo.
Rituales, pautas, manías. Y así que pase el tiempo.
Soy muy de quitarme el reloj de la muñeca izquierda y ponérmelo en el bolsillo derecho del pantalón cuando al empezar una proyección cinematográfica se apagan las luces de la sala.
Soy de los que cuelga las camisetas en perchas que se orientan con el gancho mirando al interior del armario.
Soy de los que apaga el móvil y desconecta el cable del teléfono fijo para dormir una siesta de dos horas.
Soy de los que mira a los ojos de las chicas cuando paseo por la calle y si me gustan sonrío, de los que evita a toda costa los números pares al manejar en el mando el volumen del televisor, y de los que vierte la Coca Cola con una precisión de cirujano logrando que mantenga el mayor gas posible, en espera de ese primer trago de cuatro sorbos que sé que me hará llorar indefectiblemente.
Podría seguir y no pararía.
Y, para alguien que vive solo, el ritual de los rituales es pensar.
Pensar y perder el tiempo.
Una cosa que me gustó siempre, cuando me pongo a pensar porque sí, es establecer relaciones entre cosas.
Cuanto más absurdas mejor:
Entre dos mujeres bien, entre una mujer y un libro de poesía mejor, y entre una mujer y un melocotón la cosa ya va ganando (aunque se pueda subir, y mucho).
Si escribo una tesis algún día -esto es un secreto- irá precisamente de esto: De las relaciones entre las cosas.
¿Qué dura más, un leucocito o la espuma entre las rocas? ¿Quién ha tenido más ropa interior de color granate, Miriam Díaz Aroca o Martina Navratilova? ¿Dónde hay más luz de tungsteno, en Arabia o en los Cárpatos? ¿Qué tiene más Ferricianuro de Potasio, las Rimas de Gustavo Adolfo Béquer o un solo programa de "Sálvame Deluxe"?
Establecer relaciones se convirtió, inexorablemente, en un ritual que todavía conservo.
Y esta mañana estaba en la playa estableciendo relaciones entre las distintas casas en las que he vivido desde que con diecisiete años me fui de casa.
Nueve casas en veinticuatro años:
Tres en un tercero y dos de ellas en un quinto.
En cuatro se caía la taza del váter, en siete tuve el estudio en el propio dormitorio, en tres la cocina en el salón.
En dos acabé peleado con algún vecino, en ocho tuve que cambiar el grifo de la ducha.
Cinco eran con ducha eléctrica, solo tres tenían horno.
Pero las cuatro últimas tuvieron siempre el mismo separalibros colgado encima del váter.
Desde que lo vi me gustó y decidí que ese sería su sitio.
Era un separalibros de la editorial Lumen, tan sencillo como se muestra en la fotografía, que simplemente decía. "La poesía está en todas partes...también en Lumen".
Hoy quería hablaros de esa fotografía, de por qué colgar el mismo objeto en cuatro cuartos de baño distintos, de por qué se quedó olvidado ex profeso en la casa de Melilla, de por qué romper con un ritual que duraba ya catorce años.
Pero se me fue la cabeza hablando de leucocitos, Cárpatos o azufaifas, y ya es hora de tirar de la cadena.
Y sí, aunque todos lo sabemos, no está demás pensar en ello mientras meas: La poesía está en todos sitios.
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