Cuando uno se pasa demasiado tiempo pensando se da cuenta: No pensar a veces puede llegar a ser un alivio.
Y esa es otra buena cosa que el dibujo trae consigo. Te evade.
En realidad todo el mundo de la creación funciona un poco de la misma manera. Te atrapa, te rodea, se mete dentro y destroza los espacios y los tiempos. No existe nada anterior ni posterior, se diluyen las fronteras y se detiene el devenir normal de los acontecimientos.
Por eso es bueno tener algo a lo que aferrarse. Ya sea dibujar, leer libros o chupar candados. Hay que romper con la rutina normal de los pensamientos que te atrapan y liberarte a través de lo que tengas más a mano.
Y para mí acaba viniendo lo de siempre. Lo de un tonto, un lápiz.
A veces las líneas se dejan tocar, moldear y corregir, y en otras ocasiones se plantan directamente a la primera, dicen aquí estoy yo, y no hay manera de cambiarlas. El diálogo con las líneas suele ser inútil porque ellas te acaban ganando siempre la partida. Blanco sobre negro o negro sobre blanco. Una línea emerge poderosa y te dice todo lo que necesitabas saber.
No pensar mientras uno dibuja es un acto casi inevitable. Una vez que has acabado, cuando contemplas lo realizado, empiezan las preguntas, las sorpresas y el asombro. ¿Cómo podemos decir que hemos dibujado nosotros si no éramos nosotros –no éramos realmente nosotros- los que dibujamos?
Es lo malo de dejar de dibujar. Que vuelven, insidiosas, las mismas preguntas de siempre.