domingo, 15 de marzo de 2009

Breve encuentro (Cine Doré)



Una despedida, un tren. La imposibilidad.
Hay películas que de tan pequeñas que son se te encoge el corazón. Y llora tu garganta, y se te hace un nudo en los ojos, y la vida se vuelve del revés para dejarse mirar por dentro.
En apenas ochenta y cinco minutitos.
David Lean dirigió “Breve encuentro” en 1945, sin saber que yo la iba a ver justo cuarenta y cinco años después. Ni falta que le hacía, evidentemente.
Este director de lo grande, de la epopeya, de lo inmenso y de la épica se volcó en los pequeños detalles de lo íntimo, en la sutileza de lo intangible, en el aplastante romanticismo de la sencillez para destrozarme por dentro aquella madrileña tarde de los noventa en el Cine Doré.
Cómo brillaba el techo. Y cómo me hizo disfrutar, sufrir, turbar, encoger y emocionarme el condenado.
Afuera, en la calle, llovía y hacía frío.
Dentro del cine la historia fluía sin que yo me diese cuenta. La música de Rachmaninoff sobrevolaba la sala. Alec y Laura se encontraban en aquella cafetería, el tren se escuchaba a lo lejos: una mota de polvo en el ojo, una mirada furtiva, una mano en el hombro, un silencio cómplice. ¿Por qué tenía que pasar así?
Sé que hay preguntas sin respuestas. La vida es como es y no hay mucho más que hablar.
Pero aún así yo me pregunto: ¿quién sufrió más en aquel andén, quién sufrió más en aquel adiós, quién sufrió más, Alec o Laura?
Será imposible saberlo, claro, pero tiendo a pensar, ingenuo de mí, que no, que ninguno de los dos, que al final de aquella película, frente a aquella despedida, el que más sufrió fui yo.