domingo, 12 de febrero de 2012

Buster Keaton (6 y 6)



Nació Buster en un vodevil triste el 4 de octubre de 1895.
Apenas cinco años después el mundo, asustado, cambió de siglo sin venir a cuento.

Nada más salir del vientre de Myra, su madre, saltó de la ventana de su habitación de hospital para ver el mar, y fue entonces cuando se dio cuenta de que aquello no era un hospital (que era un circo) ni una ventana (era la boca de un león) ni era el mar donde en ese mismo momento estaba nadando (que eran los restos a medio digerir de un solomillo de ternera).

Houdini observó la escena fumando en pipa desde la grada 8 y sintió en ese mismo momento un irrefrenable deseo de hundirse dentro de una caja fuerte a treinta y cinco metros de profundidad, embutido en camisas de fuerza y candados. Pero el padre de Buster, astuto como los gamos de Vélez, le masajeó la oreja, le ofreció una magdalena con virutas de sésamo y le pidió -por favor venga dime que sí- si podía ser el padrino, que mira el niño, todo embadurnado en solomillo.

Así fue cómo Joseph Francis fue bendecido por la magia, y se ahogaron juntos en un lago de agua salada, en otra línea temporal inexplorada que o bien se soñó, o se borró con tinta china.

Con su muerte soñada a cuestas, Buster buscó en el mundo del cine las mentiras que su padre nunca supo contarle.
Conoció a Fatty Arbuckle tomando cañas en "El Reca" y entre rebozados y adobados se dieron a la carne en cuerpo y alma.
Cuando rodaban una película rodaban todos, ellos y la película monte abajo, hasta llegar de nuevo a Kansas.
Fatty acababa lleno de paja y risas y aunque un poco mareado, nada parecía perturbar el blanco maquillaje de su compañero de rodadas, que nunca se reía ya fueran veinte colegialas vestidas de blanco a hacerle cosquillas con plumas de pavos reales descoloridos por el verano de Australia.

Solitario, enfermo, triste y alcohólico. Así era Keaton aparte de mago y genio, ese que gustaba de comerse a bocados las patatas crudas con un poco de sal en espera de un león que bostezara de nuevo, solo para él.
Buster Keaton siempre se supo solo a pesar de que sus hermanos Chaplin y Harold se colgaran de relojes, se comieran zapatos o bucearan en busca de Houdini para complacerle.
Sólo Harold Lloyd se enfadaba un poco, por aquello de ser el único que no redondeaba el número de letras de su nombre con el de su apelido, y a veces firmaba cheques sin fondo con el apellido Lloydd para imaginar que así sin más pudiese entonces volar sin ocas ni sobrinos por la Vía Láctea.

Y mientras Buster se bebía su languidez con absenta en los bares otoñales del Mini Hollywood que había en los bosques de Oregón.
Y su cuenta subía.

Supo dibujar con gracia una cara deforme en la barra de aluminio con el vapor desprendido de los vasos duralex, supo cabalgar a lomos de un tren desbocado buscando el amor, la libertad y unos pañuelos de tela con los que limpiarse las manos de tierra. Supo igualmente imaginar su vida de mayor con ojeras y el cariño de un público que todavía no existía.
Supo también que tarde o temprano le esperaba Houdini en el fondo de un lago salado, pero bien sabía que habría de esperar a la llegada de su nieta, Margaret, para dejarse arrastrar por la fría corriente del 1 de febrero de 1966.

Mientras espera a que eso ocurriese, sus ojos de payaso enfermo inundaron los Blue-Ray de los chinos de clase media, los sorbos de bourbon no bebido se acumularon en embalses de hastío y nieve, y las cámaras de cine se postraban a sus pies llorando por rostros a los que amar con tanto devoción.
Buster Keaton nunca vivió con tanta intensidad como cuando se proyectaba su silencio, ese que ahora lo acoge, lo columpia, lo roza y lo mima entre las saladas aguas de un lago de Arkansas.