domingo, 26 de abril de 2009

Moby Dick (Cine Linamar)


Si hay lugares que están por encima de las películas, si hay cines que sobrepasan las obras proyectadas -al menos en la memoria individual de cada uno- y yo sí creo que los hay, para mí ese lugar, ese sitio, ese referente sería sin duda el Cine Linamar.
Imagino que que no sólo para mí, sino para muchos de los que hemos vivido nuestra infancia en Nerja, antes de mediados de los ochenta, cuando fue cerrado.

Es cierto que bajo esta etiqueta suelo hablar de las películas y los lugares, paradigmas para mí del tiempo detenido y de las vivencias concretas de una proyección determinada, pero es que en el caso del Cine Linamar es hablar de otra cosa.
Es hablar del descubrimiento del CINE, así, con mayúsculas, es hablar de las primeras matinales de los domingos, es hablar de los primeros trailers de películas que todavía no has visto, es hacer referencia al tiempo en que tus padres te daban el dinero justo para la entrada y las  palomitas (qué sé yo, veinticinco pesetas, un poner) y te sentías casi el rey del mundo...
Hablar del Cine Linamar es hablar de sentir miedo y asombro por primera vez en una sala a oscuras. Es cerrar los ojos y recordar el tacto de las butacas azules, de la moqueta en el suelo, del sonido de la proyección, de la pantalla inmensa, del bullicio de la gente, del humo en la sala...
Son demasiadas cosas en un cine. Hay demasiadas cosas en ese cine.
Es la infancia atrapada en una habitación.
Y sabes que ahí sigue, tu infancia, y que basta cerrar los ojos para recuperarla.
Mi memoria nunca ha sido demasiado espabilada. Recuerdo más sensaciones que fechas, más olores que nombres. Pero recuerdo muchos momentos y muchas películas, muchas sensaciones impagables que sé que es imposible que puedan volver a reproducirse, a no ser con la imaginación y el recuerdo.
Hay que resignarse.
Hay veces, las más cercanas, en que viendo una película (imaginaos, "El Gigante de Hierro") pienso, durante la propia proyección: ¡si yo hubiese visto esto en el Cine Linamar! Y casi casi me vuelvo un niño (más) pequeño.
Debe ser la nostalgia.
Mucho de eso hay bajo esta etiqueta, y hoy más, qué duda cabe.

El otro día en un almuerzo con amigos intentaba recordar cual fue la última película que vi en aquel cine. Yo creo que en mi caso fue Amadeus, allá por el 85.
Pero ya eran otros tiempos.
Atrás habían quedado los domingos, y las ganas de levantarse temprano para vivir aventuras en una sala a oscuras.
Pero siguen estando ahí y hoy, domingo precisamente, han vuelto a mi memoria.
Gracias, Cine Linamar.


No sé por qué elijo de entre todas a Moby Dick. Quizá porque resume perfectamente muchos de los impactos vividos en aquel cine.
No me pidáis que os diga el año. Mitad de los setenta, seguro. Yo no tendría más de diez años, y claro, qué se puede esperar de un niño.
Sí que he vuelto a ver la película en más de una ocasión, sí que leí con posterioridad el maravilloso libro de Melville, pero nada podrá, nunca, superar aquella inmersión en la historia, esa sensación tan vívida, como la experimentada en la primera proyección.
Pura aventura.
No había chicas, no, pero te encontrabas con el riesgo, la venganza, la amistad, la muerte, el miedo, el honor, el futuro incierto, la batalla y tantas y tantas cosas.
Es un recuerdo impagable.
Y qué personajes: Ismael, Ahab, Queequeg (mi preferido, sin duda), o la propia ballena.
Como puede una película atrapar tu corazón, tu cuerpo, tu todo y no soltarte en hora y media.
John Huston dirigió esta obra maestra en 1956.
Qué sabía yo entonces del Halcón Maltés, qué sabía yo de la Reina de África, cómo podría siquiera imaginar que ese mismo director conseguiría emocionarme (casi) de la misma manera quince años después con "Dublineses".
En aquel momento yo no sabía nada. No sabía si temer más al capitán Ahab o a Moby Dick (hoy lo tengo más claro), no sabía si construir un ataud para salvarme, no sabía si podría embarcarme alguna vez rumbo a las más peligrosas aventuras, no sabía que sería precisamente el cine el que respondiese a todas esas preguntas...
Poco sabía yo en aquel entonces, y qué bien, saber poco.
Ahora vería una maqueta donde antes veía una ballena. 
Esa es la magia. 
Qué maravilla dejarse engañar.
Que viva pues la aventura.
Y que dure.