No sé por qué, pero siempre me gustó fotografiar al agua y a las piedras, a las fuentes y a las esculturas.
Supongo que en ellas se juntan el abanico suficiente de sensaciones como para dejarte cubierto: Lo etéreo, la historia, los reflejos, la textura. El agua es inasible, la piedra perdura.
París es, qué duda cabe, una ciudad de piedra, una ciudad de historia. Y una ciudad para perderse. Con o sin cámara.
Las huellas del pasado que van a permanecer haya o no registro.
París es ciudad de esculturas, de arte aprehendido en las esquinas, de cementerios solemnes, de adoquines revolucionarios.
La piedra oxidada nos mira desde su pasado sabiendose eterna a nuestros ojos.
Yo solo las miro y aprieto un botón que anda por allí, arriba de mi cámara, tratando de robarle imágenes al mediodía de una ciudad nocturna.
Todo lo demás -siempre es así- será pasear y notar cómo el tiempo lo envuelve todo. Será sentir París a través de esas piedras que nunca mueren.
Y habrá que volver, pienso, porque la historia, con mayúsculas, es más grande que toda China.