Siempre pensé que el plástico de pompitas usado para embalar los objetos más frágiles se fabricaba en China.
Alguna vez pensé, también, que podía hacerse a las afueras de Delhi, en India, entre los arrozales de Sapa, allá en Vietnam, o en las hacinadas fábricas de Nigeria.
Quizá por eso nunca me sedujo eso de explotar las pompas de aire que son parte fundamental de ese plástico.
Siempre pensé que así dejaba escapar el aire de un país desconocido, la miseria que rodeaba a la gente que trabaja en tan infaustas fábricas, y sobre todo me daba por pensar que el aire de China mezclado con el de Nerja podía dar lugar a embarazos extraños y acabar teniendo aires de Friburgo a la orilla del mediterráneo.
Cada vez que oía cómo uno de mis hermanos rompía con fruición y de manera obsesiva -es verdad, no hay otra forma- esas burbujas que te llamaban y seducían desde su jaula, yo pensaba en pequeñas ventosidades de países exóticos mezclándose con la límpida brisa del atardecer en la azotea paterna.
Cada vez que sentía el explotido de una pompa, un escalofrío de aire liberado recorría mis vértebras hasta recomponerme por dentro tarareando sólo para mí una canción de Torrebruno.
Son el paraíso en forma de diablo -pensaba- y la tentación no podrá conmigo.
Poco a poco fui creciendo.
Poco a poco fui viajando, fui conociendo aquellos países que antes sólo formaban parte de mi imaginación distorsionada.
Y el aire de aquellos países llenó mis ojos de vida.
El aire de aquellos países me hizo sentir limpio y nuevo y pobre y pequeño e ignorante como nunca antes me había sentido.
Tanto, que me dio por pensar que en cada regreso yo -como el plástico de pompitas- traía de vuelta aire atrapado de aquellos países (en los bolsillos, aún en los pulmones, en la maleta bien cerrada) que dejaba escapar en mi propia casa en cada suspiro, al devolver el cambio, o cuando deshacía el equipaje.
Viajar cambió mi vida y mi concepción del aire enjaulado. Por eso todos deberíamos viajar y mezclar nuestros aires igual que uno respira: sin pensar.
Quizá sea por eso que, desde entonces, cada vez que veo el plástico de pompitas que sirve para embalar objetos, busco una tijera y corto un pedacito que guardo pacientemente en el altillo de uno de los armarios mi casa, en una caja de cartón.
Guardo trozos de plástico de todos los lugares y todas las épocas, esperando a que me haga muy mayor, y entonces dedicar una tarde entera y parte de la noche en ir desgranando las pompitas con la misma fruición que hacían mis hermanos, y mezclar -en mi imaginación y en mi dormitorio- los aires de África, Oriente y demás continentes perdidos.
Que se mezclen.
Que se mezclen bien mezclados.
Que no haya fronteras para el aire, ni para nadie más.