El buen hombre pasea su lento caminar por la Mezquita Azul de Estambul.
La aspiradora, antigua, como sacada de una película de la América de los sesenta, suena menos de lo que parece.
Su bolsa colgando es el hijo que recoge.
Todo es lento en la estampa. El caminar del hombre, el desplazamiento sobre la alfombra.
Compruebas que tiene inclinada su cabeza.
Está concentrado.
No logras adivinar si su imaginación vuela sobre la fría mañana de Estambul que se adivina tras el cristal o si en realidad está absorto viendo cómo las hebras de la alfombra tuercen su gesto ante la pasada exacta de su aspiradora.
Y, sin saber por qué, piensas en el tacto del terciopelo. En cómo cambia de color con las caricias.
Piensas en el suave tacto de la tela que te acoge, sientes tus pies descalzos que se hermanan con el suelo de la historia y con sus antepasados.
Y vuelves a mirarlo a él.
Un simple limpiador.
- Concienzudo - piensas.
Sabe disfrutar del ritmo exacto de su trabajo. Seguro que ha asumido e interiorizado el ritual maravilloso del escenario que lo acoge.
Y no sabes por qué y vuelves, como tantas veces, a pensar en quién fregará el Museo del Prado, antes de la apertura, incluso antes del sol, concentrado en la lejía frente a un Velázquez.
Qué maravilla.
No sé por qué somos tan egoístas de querer lo que no tenemos, pero en este momento, viendo a ese hombre pasar la aspiradora por la alfombra de la Mezquita Azul de Estambul, envidias su trabajo.
¿Por qué no podré limpiar cristales en el Madison Square Garden? ¿Porque no barnizaré las butacas de la Ópera de París?
Sabes que eres un iluso.
Tienes la suerte de poder viajar, de poder llevar tu cámara, de registrar momentos y vivir culturas. Tienes dinero y vacaciones para poder leer novelas de Auster sentado en un banco a las orillas del Bósforo y tienes la poca vergüenza de añorar un trabajo que ese hombre que ahora ves te cambiaría con los ojos cerrados.
No sé si es estupidez o inconformismo.
O el eterno querer aquello que no se puede.
Pero el hombre transmite paz. En su lento caminar por el espacio inmenso.
Y de algo tan cotidiano se desprende la belleza de tu día, y tanto valen la mezquita como el limpiador, la cúpula imponente como la mullida y limpia alfombra.
Le haces una foto justo cuando pasa por el centro de la sala, a contraluz, dejando en el encuadre la majestuosidad del espacio.
Y sin saber por qué te acercas.
No le has visto bien la cara y hay algo de necesidad en saber cómo es ese hombre, cómo sería estar cerca del trabajo de tus sueños.
Y te sigues acercando.
Y piensas en aprender turco para echar una solicitud de limpiador o incluso piensas en convertirte en aspiradora.
Y más te acercas y más claro lo tienes.
Hasta que tanto te has acercado que el hombre, concentrado hasta entonces en su lento caminar y en la pulcritud de su limpieza, alza su cabeza y te mira.
Te mira fijamente.
Y en esa mirada -incluso tú, que no eres muy espabilado- logras adivinar un "como te acerques más, te parto la cara" que hace que des dos pasos para atrás y te vuelvas avergonzado.
Y entonces igual ya no quieres ser limpiador, pero sales a la fría mañana de Estambul con una fotografía más bajo el brazo, y tus pensamientos vuelven a bullir inquietos en vete tú a saber qué dirección insospechada.