Carlos Gardel no nació nuca, porque entonces era de noche...
Y cuesta abajo en su rodada, las ilusiones pasadas él no las pudo arrancar.
El bronce que sonríe se volvió oro casi sin querer.
Sin poder evitarlo.
Francia y Uruguay se empeñan en robárselo a Argentina en el ocaso de las plazas.
Él, mientras tanto, canta perpendicular en los trasatlánticos que se hunden, vuela libre alrededor de una estatua y muerde el polvo luchando con los payadores más resabiados.
Carlos Gardel no nació nunca, por eso los aviones no pudieron matarlo.
Viajó, cantó, amó y lloró con la misma intensidad todos los días de su vida.
Bailó, actuó, besó, enamoró y abrazó con tanta pasión, que en aquellos añorados días se terminaron los dulces de leche en todas las reposterías del barrio de Balvanera.
Y sufrió, pero no dejó que lo viésemos.
Su sonrisa abría y ofrecía su cuerpo al mar. Su inconfundible voz se disolvió en el aire mucho antes de ser patrimonializada. Su mirada traspasó una pared de escayola ante la sorprendida mirada de un albañil de Córdoba.
Fue tramoyista y morocho, jugaba a las canicas sin saber, y se dejaba querer por el barro recién llovido de los arrabales porteños.
Nunca nadie que no hubiese nacido se atrevió a tanto.
Contaba las estrellas una a una pero solo pudo llegar a veintidós mil setecientas quince.
Nunca se miró en el espejo ni pensó en contarse él, así que nosotros respetuosos añadimos siempre una.
Cuando cantaba su sombrero enmudecía.
No había sombra en su rostro que no quedase iluminada.
No había farola en la calle encelada de por vida.
No había alba que no se atardase, eclipsada por la magia.
Un niño pobre que quiso vivir. Un vividor que quiso volar. Un cantante que nunca nació. Un amante que supo siempre cómo era detener el tiempo.
Él cantaba con el sonido incorporado de la aguja de un tocadiscos.
Las cortinas de terciopelo, las sillas de los cabarets, el humo de los cigarrillos Barrilete, los ligueros de las damas alegres. Todos llevan prendidos en sus años la clave baja de sus tonos más graves.
Los teatros enloquecen sólo con su nombre susurrado, tal es el recuerdo.
La tristeza y el machismo se toman con mate.
El abigarrado templo de los ecos de su voz han sido congelados en espera de nadie sabe qué.
Pero todos confiamos.
Carlos Gardel no nació nunca por eso aquel avión no se estrelló.
Sin embargo sí que logró disolverse en el aire para que todos, al menos una vez en la vida, al respirar, al respirarlo, sintamos el infinito placer de esa nostalgia prendida.