domingo, 10 de noviembre de 2013

365 irrefutables razones que nos llevan a pensar que los mayas tenían razón y el fin del mundo llegó el 21/12/12 (XLIV)


302) Porque Eugene Fuentes Harper fue a desayunar café con galletas y se dio cuenta que no había azúcar en la nevera ni calamares en el microondas. Observó detenidamente como había desaparecido la bailarina flamenca de encima de la tele, los percheros de corazones del vestíbulo, las bolas de naftalina del armario empotrado.
Quiso llamar Eugene por un teléfono que ya no existía, cantar en la ducha comiendo langosta, bailar en el pasillo con esa fregona que ahora no aparece.
Las cosas fueron desapareciendo poco a poco.
La sonrisa de incredulidad que se le había dibujado ante la falta de sentido común en la salita ya no estaba. Desapareció también su brazo, el que señalaba la pérdida del cartel luminoso del hotel que siempre vio por la ventana. Se le borró un ojo pero no chocó contra un quicio de la puerta porque ya no estaba.
Así tuvo que sentarse en el suelo -sus dos sillas se habían esfumado- y percibió las cosquillas de una goma que, lo daba por hecho, sería la última cosa que quedase en este maldito mundo.

303) Primero te fuiste tú. Luego se fue él. Luego os fuisteis vosotros y más tarde, antes del aperitivo, ya se habían ido ellos.
Yo fui el siguiente, y cerré la llave, paladeando para mí aquello de que los últimos serán los primeros.

304) El día de fin del mundo Paco Maestro quería hacer muchas cosas: leer un cuento de Tomeo, beber un mojito en La Habana, hacer el amor con la que fue su mujer y que hacía tres años que lo había abandonado. Quería dormir una siesta de tres horas, saltar en paracaídas sin paracaídas, hacer sombras chinescas de lobos y corazones con sus manos mientras le contaba a su sobrino una historia de árboles hiperactivos. Quería llamar a su padre y disculparse, terminar la piscina de la casa de campo, oler los tomates de la huerta.
El día del fin del mundo Paco Maestro se dispuso a hacer todas esas cosas. Empezó muy temprano, con el cuento de Tomeo y dónde está, maldita sea, si yo lo había puesto aquí, estoy seguro, y ahora no lo encuentro...

305) Antes de desaparecer el mundo se puso transparente. Y fue divertido, al menos en parte, porque las cosas estaban ahí, pero no las veías. Fue menos alegre cuando al fin desaparecieron, porque Miguel Reyes se puso como loco a regar con zumo de limón los juguetes de su hijo y no, allí no aparecía nada.

306) Cerraste los ojos. La imaginación, dijiste, es lo más poderoso. Cerraste los ojos justo dos segundos antes del fin del mundo, a las 14:23, tal y como el propio fin del mundo lo había avisado en aquella comparecencia tan mal editada.
Cerraste los ojos y guardaste toda aquella visión para ti. Si la conservo bien, pensaste, el mundo nunca habrá desaparecido, lo conservaré aquí, en mis ojos cerrados.
Pero los volviste a abrir. No sabes por qué o tal vez sí: la curiosidad. Y allí no había nada. Ni whatsapp, ni mandarinas, ni Javier, ni nada.
Y volviste a cerrarlos para comprobar cómo al hacerlo, en la plácida conciencia de la introspección, tampoco había ya nada que no fuera la nada.

307) Fue en apenas cinco pasos: primero, segund, terce, cua, qu.

308) Tengo sed, le dije al fin del mundo nada más verlo entrar sin llamar, qué poca educación. No vengo a dar sino a quitarte, dijo. Lo miré con resquemor y él me guiñó un ojo. Anda, toma un Puleva, me dijo. ¿Puede ser de vainilla? le pregunté sabiendo que en su mano portaba uno de fresa chillón y a la vez apetecible. No me hagas enfadar que ya voy con retraso, me espetó, y te quedas sin tu batido. Yo lo cogí entre las manos, suave y lentamente, sabiendo que al acabar sería el fin, y acerqué mis labios al borde del vaso con la intención de beber para atrás y que aquel trago no acabase nunca.
Pero es que estaba fresquito y tan bueno.