jueves, 3 de octubre de 2013

La memoria arbitraria


Doblamos la esquina y los vimos: allí estaba por un lado Funes el memorioso, con un libro de Salgari entre las manos y, justo enfrente, tomando una pizza de salami, un nutrido grupo de ilustres despistados charlando animadamente alrededor de una hoguera.
Ella y yo los miramos desconcertados (ella siempre mira así, y a mí me gusta) y entonces cada uno pensó una cosa diferente.
Yo me imaginé a Marifé de Triana tumbada en una cama de hospital, cogiéndome la mano, pero ella, la memoria arbitraria, no sé. 
Uno nunca sabe qué es lo que está pensando.

Hay gente metódica con una memoria prodigiosa que todo lo recuerda. De sí mismo y de los que le rodean.
Sabe cómo te gusta el Cola Cao, en qué año fuiste a Brasil, cómo se llamaba el actor que quería tocar los timbales en "The Visitor" o cuántas cañas llevamos después de tres horas en "La Ida".
Todo lo recuerdan con precisión y sin esfuerzo.
El precio del kilo de tomates, los nombres de sus compañeros de E.G.B., el lateral derecho de la Real Sociedad en la temporada 86/87.
La naturalidad con que hablan, la seguridad en sus inflexiones, la plácida sonrisa asentada mientras te cuentan, son un remanso en la vorágine de mis días.
Yo cierro los ojos y los envidio.

Aunque también están ellos: los despistados.
Confunden, trastocan, cambian y descolocan.
Siempre a un paso de acertar, siempre con la verdad en la punta de la lengua.
Siempre con la necesidad de tiempo, de un después te lo digo, de un si sí, si sé quién es.
Son entrañables.
Te ofrecen café años después de saber que no tomas, se ofenden si les dices que Brad Pitt salía en "El Club de la Lucha" y al rato te piden perdón con vehemencia reconociendo su error. Cuando bajan a pasear al perro aprovechan para tirar al contenedor las llaves del coche en vez de la basura, y no terminan de aclararse si Hôi An es una actriz bengalí, una ciudad vietnamita o un dictador de Indonesia.
En su cabeza orden y caos se dan la mano aunque uno más bien piensa que bailan el boogaloo.
Abstraídos te escuchan, sus serias afirmaciones se vuelven cómicas, y piden a gritos que se les abrace aunque en realidad estén buscando las gafas de sol que llevan puestas.
Cuando estoy con ellos cierro los ojos y sí, también los envidio.

Porque es que luego está ella.
La que a mí me acompaña.
La memoria arbitraria.

La memoria arbitraria no entiende de reglas.
Recuerda tu rostro y olvida tu nombre. Sabe cómo te llamas pero no te pone cara.
Confunde el camino de vuelta a casa, ese que hace todos los días al menos dos veces, pero recuerda el barrio de Pelourinho aunque hayan pasado ya cuatro años.
Recuerda la frase que le dijo quién sabe quién, olvida siempre si el salmorejo lleva cebolla.
Recuerda el olor del cloro en su piel, olvida tu santo los años impares.
Sabe de semiótica aunque no recuerde la contraseña del mail.
Recuerda inviernos más fríos que este, olvida el pen drive y ya van siete.
Recuerda versos, olvida agravios.
Viaja conmigo aunque a veces se le olvida.

No tiene reglas la memoria arbitraria.
¿O sí?
Yo ya no me acuerdo.