domingo, 19 de febrero de 2012

Sabrina Salerno (7 y 7)



Tuvo que nacer tres veces Sabrina Salerno para que los médicos, que andaban recortando figuritas de las revistas de Correos, le prestaran atención.
Le miraron a los ojos y ella lloró.
Era el 15 de marzo de 1968, y Génova se había engalanado para la visita de un rey persa que no sabía hablar inglés.
Por lo demás, no hacía nada de frío.

Sabrina dejó pronto de ir al colegio para juntarse con Joe King Carrasco y jugar al billar de carambolas con cigarros de menta y cervezas en vaso de tubo.
Nunca pagó en las discotecas aunque no fue de bailar y sí de mirar cómo los pinchadiscos se preocupaban más de meter bien el Lp de Donna Summer que de bajar el volumen de los decibelios de la sala.
Y así sin querer se hizo amiga de la noche.

Muchos la recuerdan por su anuncio de camas elásticas para la televisión belga, pero ella se imaginó siempre dando la campanada en los suburbios de Bangladesh.
Apuraba sus cigarros siempre hasta que se confundieran carmín y ceniza, hizo añicos el corazón de dos senegaleses que quisieron regalarle un collar de piedras y una pulsera de plata, y no dejó propina el día que se tomó un café con Hugo Stuven en la terraza del Círculo de Bellas Artes.

Su piel morena bajo la arena hizo que nadara como una sirena.

Sabrina voló durante tres años por Rusia para decirle a cinco mil personas aquí estoy yo, y reivindicar su canto.
Puede que no escribiese la Iliada pero estuvo cerca.
Usó los gimnasios como templo de meditación y su mente trascendía más allá de aquellas dos verdades del universo que una vez le contó el sustituto de un duende que andaba enfermo de amígdalas.

No ha muerto pese a tener una biografía inventada.
Sabrina Salerno vive a medio camino entre Ponferrada y Génova. Toma chupitos de orujo y pizzas con mozzarella y salami.
Cuando el colesterol viene a visitarla ella lo saluda, le habla bajito en italiano mientras le acaricia el cuello con una delicadeza infinita y es entonces cuando ves al colesterol que se va, con las manos en los bolsillos y una lagrimita que huele a flor bajando por su mejilla de piel de gallina.

Una vez me la encontré en un ascensor.
Yo le di al siete pensando en las letras de su nombre y le miré a los ojos.
A partir de entonces desapareció y nunca más se supo.
O no.