martes, 24 de septiembre de 2013

El fotógrafo y la lluvia


Casualidad o no, los días de mis últimos dos viajes estuvieron regados por la lluvia.
Oporto, Moscú y San Petersburgo fueron paseadas con la cámara de fotos en una mano y un paraguas en la otra.

La lluvia es mejor acompañante para el viajero que para el fotógrafo.
Lleva consigo un poso de nostalgia en muchas ocasiones deseable, pero una incomodidad palpable a la hora de capturar imágenes.
No importa.
El malabarismo absurdo tiene también su encanto.

Entonces ocurrió.
Estaba en San Petersburgo y llovía. Una lluvia persistente y constante pero no demasiado violenta. La cámara estaba en la mochila y caminaba con el ritmo lento de quien espera algo de claridad para asomarse a los canales.
Entonces lo vi.
A él.
Llovía y me encontré con un fotógrafo como yo, con un paraguas como el mío, pero con una pose y una cámara bien distintas.
Pocas veces una escultura habrá sido al mismo tiempo espejo y antítesis.
Yo, con mi paraguas, con mi cámara, le hice una fotografía a él que a su vez, estoy seguro, capturaba mi instante.
Nos miramos.
Yo respetándolo en exceso y él -así lo sentí- regañándome de algún modo, por las dudas que acarreo con la fotografía, por mi falta de compostura, serenidad y apego.
Pocas veces una escultura habrá dado mejores lecciones con menos palabras.

A partir de aquel día mi disposición fue otra.
Seguí sacando la cámara no demasiadas veces, pero cuando lo hacía, el espíritu de aquella estatua me imbuía; su ritmo lento, sereno y pausado me llenaba.

No volví a verla. No sé si su seria expresión habrá cambiado.
Sé que no tendré nunca ni su porte ni su trípode ni su codo ni su cámara, pero soy feliz al pensar que -quien sabe- la foto que él me hizo decora hoy el vestíbulo de su altiva casa.