lunes, 3 de junio de 2013

La gente que inventó la palabra ay


Ay..
La gente que se inventa las palabras se equivoca. O a lo mejor no.
La gente que inventó la palabra "AY", por ejemplo, se equivocó.
O a lo mejor no.

La gente que inventó la palabra ay se equivocó porque hubiera venido mejor que inventaran la palabra az.
En la palabra ay, en ese dolor, suspiro, lamento, anhelo, deseo, tristeza y aceptación hay demasiadas cosas no dichas, tantas, que cabrían sin duda entre la a y la zeta. Az.
Es más, si me hubieran contratado a mí -a tiempo parcial, como suelen hacer con los becarios no remunerados que inventan palabras en verano- en vez de ese "ay..." que normalmente se acompaña de unos puntos suspensivos al final, yo los hubiera intercalado entre la a y la zeta, en una suerte de "a..z" que lo incluye todo.
Me habrían despedido, lo sé, porque cuando la gente que contrata a otra gente para que invente palabras siempre quieren que acotes -¡qué pesados!- cuando yo lo que quiero es dormir y que las palabras me inventen a mí en el duermevela, o que me paguen de verdad y ya inventaré con precisión palabras en condiciones.

La gente que inventó la palabra ay se dejó guiar demasiado por la onomatopeya, y lo igualó innecesariamente a la palabra "hay", que además indica todo lo contrario.
Yo hubiese dejado que "hay" y "ahí" se hubiesen peleado a duelo una mañana de octubre en el descampado de San Sebastián de los Reyes, y nuestro ay, ese lamento con esperanzas suspendidas en el eco de su dicción, hubiera volado libre, expresando -como debe ser- sin querer hacerlo.

No es de extrañar que tres investigadores de Oxford descubrieran hace poco que la gente que inventó la palabra ay (datada por ellos en 1593) tenían problemas con hacienda y los impuestos subyacentes, que uno de ellos era celíaco y no se cuidaba, y que apenas si veían la televisión pues eran hombres de teatro.
No es de extrañar su vena antisocial, sus disfraces gastados de años anteriores, sus calcetines planchados. No es de extrañar su mirada ausente, la parquedad de sus emails y que para fregar usaran muy poca lejía.
La gente que inventó la palabra ay nunca se pinchó con un alfiler en el dedo gordo del pie, nunca fue abandonado a su suerte con un perro y tres maletas, nunca quiso volver a mirar unos ojos marrones en la penumbra de un cuarto poco ventilado, nunca echó la vista atrás y se llenó de aire.

Si la gente que inventó la palabra ay hubiese inventado la palabra az, se hubieran dicho az los unos a los otros y sí, lo habrían hecho.
Si la gente que inventó la palabra ay hubiese reducido los puntos suspensivos de tres a dos y los hubiese colocado en medio de la a y la zeta, a..z, habrían obtenido tres puntos extras en el concurso de traslado a ningún sitio.

La gente que inventó la palabra ay se equivocó.
O a lo mejor no.
Porque cuando mi suspiro se mantiene entre mis labios y el aire que de fuera viene hacia adentro, cuando mi dolor no quiere salir porque le da miedo, cuando mi pasado me llena y debe ser respirado, cuando el deseo se escapa entre los dientes, cuando no quiero que sea así pero es así y me da pena que así sea pero no puede ser de otra manera, cuando acepto que he perdido y estiro mi pierna en el lado del sofá vacío, cuando de mí no sale otra cosa que la aceptación de que el páncreas y el corazón duelen con la misma intensidad en el abandono, lo que se me escapa es un ay.
Un ay con puntos suspensivos tan pequeños que son dos en vez de uno.
Un ay que deja la z al sueño pero que incluye todo lo demás que es bien despierto.
Un ay corto y mantenido, breve y eterno.
Un ay, joder, un ay rotundo, ¡qué coño un a..z!