domingo, 16 de junio de 2013

365 irrefutables razones que nos llevan a pensar que los mayas tenían razón y el fin del mundo llegó el 21/12/12 (XXV)


169) El mundo se ha acabado niña, no hay más. Sí, llora lo que quieras, patalea, pero no hay más. Mañana si quieres te compro otro mundo pero de verdad que se ha acabado. Mira, mira mis manos, ¿ves? nada.
Y dale con la rabieta, ¡¡que no hay!!
Anda Paco, no me seas así, baja y cómprale un mundo a la niña, que la veo así y me se sale el corazón...

170) Porque Augusto Fernández nunca estuvo a gusto. Se le veía bajar todos los días por la Calle Segovia con esa expresión melancólica en el rostro que a más de uno rompía el alma.
Sabíamos que había perdido a su mujer diez años antes. Conocíamos que apenas si salía de casa (dos o tres veces al mes) para comprar y permitir que su blanca piel recibiese algo de aire libre. Muchos habían leído esa magnífica novela que quemó antes de publicarla. Otros se quedaban siempre con la historia de sus huesos débiles, de las visitas a domicilio de médicos y cirujanos.
Hasta que en una caminata de diciembre, con la nieve en las botas, la levita manchada y el bombín arrugado lo vimos parase en mitad de la calle, frente a la botica, y gritar.
Fue un grito sordo, seco, inhumano. Fue el grito del sentir, del venirse abajo, del saberme terminado. Fue un grito de vaciarse, de reconcilio, de ternura y desesperación.
Tan impactante fue, que el mundo, conmovido, quiso seguir sus pasos al día siguiente y ni uno de nosotros (desde la ventana, leyendo el periódico, bañando a nuestros hijos) pudimos, supimos ni quisimos detenerlo.

171) Porque tres animadoras de un equipo local de baloncesto en Chiclana se pusieron sus mini vestidos y empezaron a saltar, cantando como locas en mitad de la cancha local, desenfrenadas y sin venir a cuento: Dame una efe, dame una i, dame una ene...

172) Porque el mundo se citó en Albuquerque con un miembro de la Real Academia de la Lengua, a las siete de la tarde con una copa de coñac y veinte donuts de chocolate.
El mundo le dijo al académico, cimentando sus palabras en la razón, que hacía falta una letra más allá de la zeta, para explicar todo lo inexplicable, o la vida en la tierra empezaría a carecer de sentido.
El académico, cetrino e intransigente, le dijo que las palabras eran infinitas y que los sentimientos no, que siempre había al menos una palabra por cada acción o sentimiento, y que se dejase el mundo de mandangas y estolisnates.
Sí, el fin del mundo llegó, no podía ser de otra manera, porque un académico fue hasta sus últimas consecuencias fiel a la ortodoxia.

173) Porque Dios le hizo a Alá el típico juego de "dónde está el mundo" cogiéndolo con la mano derecha y escondiéndolo detrás de la espalda. Y cuando el listillo de Alá señaló precisamente ese brazo, solo quedaba abrir la mano y reconocer haber perdido o...

174) Porque siempre hubo guisantes frescos y guisantes en lata.
Pequeños, verdes como ellos solos, coquetos y tiernos, libres y con mirada adolescente, los guisantes frescos han sido la pequeña locura ofrecida para cenar con vino blanco, la degustación necesaria de sabor y cosquillas, la compañía eterna de quien quería adentrarse más allá de llenar el estómago para ofrecer a la carne carne y sentimientos.
Pero llegó un momento que no. Que ya no hubo más guisantes frescos. Ya solo la bolsa de plástico reconcentrada por el hielo ofrecía el inane sabor de una bola aséptica.
Era navidad, y el agricultor de Sevilla lloró en lo que más de uno confundió con el sudor del trabajo.

175) Porque el mundo quiso saber si había vida más allá de ella. Y no lo había.