domingo, 3 de junio de 2012

Jennifer Connelly (8 y 8)


















Dos días antes de nacer, Jennifer tuvo ese extraño privilegio que se le otorga solo a las mujeres morenas de perfil perfecto, y la llamaron a través de la vía amniótica para que decidiera porqueyolovalgo su lugar de nacimiento.
Y al igual que siempre hacen los extraterrestres, ella eligió Nueva York.
Su mezcla irlandesa, noruega, rusa y polaca, al contacto con el aire en aquel hospital de Catskill Mountains, hizo el resto.
Y sus abuelos le regalaron por si acaso un vestido de lunares.

Creció entre limpia metales de plata y anuncios en Japón. El papel que resbalaba con el alcohol de 96º, guardado en la alacena, estampó indeleble los vestidos de su barbie. Y su mirada se tornó triste, entre viajes de avión, peleas en los pasillos y neones a medio gas.
La infancia de esta hija única de un comerciante textil y una anticuaria tuvo luces de armiño, sedas de alfombra, velocidades de obturación a 125.
Cuando con dieciséis años nos introdujo en el laberinto, ya la habíamos visto en película de Leone o Argento, haciéndonos sentir bien y mal a un tiempo, como luego haría la Portman.
Ella sabía volar sobre nuestras cabezas desde la pared iluminada, sabía reírse ingenua y melancólica entre setos que la guardaban y nos mentía con la convicción de quien tiene entre sus manos el agua de una fuente que no cesa.
Y dos océanos se unieron para interponerse entre ella y nosotros.

Fue la envidia, qué duda cabe. 
Los celos de un centenario arte no fueron justos con ella y su mirada. 
Quizá el comer, quizá aquellos zapatos también influyeran, pero el llamado séptimo arte, a punto de perder sus dos cifras, no quiso darle a aquella muchacha de ojos verde oscuro lo que su presencia hubiera merecido.
No estuvo a la altura y no se lo perdonamos.
Si todo fue un sueño, no nos queda claro todavía.
Si fue aquel malecón o un mal viaje nunca lo sabremos.
Pero Jennifer descubrió sabia que la felicidad se hallaba en las migas de pan y en saber cómo apretar en su justa medida el grifo del agua fría.
Qué importaban los globos dorados, las mentiras fatuas, los caramelos de miel y Givenchy.
Qué le importará a ella Nick Nolte, la letra pequeña, o un risotto de ceps en la esquina de la 42.

La felicidad en una mirada triste como la suya reside siempre en las cosas pequeñas.
Y ella, que lo sabe, se agacha cuando un trozo de cebolla cae al suelo, para que nadie resbale, para que no se genere una inútil lágrima y verse obligada a decirle:
"Adiós inútiles lágrimas, adiós".