domingo, 27 de mayo de 2012

Antonio Mairena (7 y 7)

















Antonio Mairena nació en Mairena, he hizo un martinete de la redundancia, un 7 de septiembre de 1909.
Cuando su padre le vio el arte en la solapa lo llamó sin más Niño Rafaé.
Pronto se acostumbró Antonio a cambiar las piedras por la anea, el agua por el tinto, sudor y tripas en vez de besos.
Pronto se acostumbró Rafael a mirarse en el espejo del dolor, de la queja y de lo jondo.

Fue Faíco el primero que le puso un retablo, fue una madrugá la que lo engalanó de silencio, fueron los concursos los que abrieron las puertas de Sevilla para encontrarse de repente con un Don Manué hecho y derecho.
Y él nunca abandonó la mirada hacia dentro.
Su voz proyectaba el sufrimiento pero su oído guardaba, coleccionaba y clasificaba los cantes encontrados en las tabernas, en los portales de cal y arrugas, en la voz de esos viejos que antes llamábamos sabios.
Y como una hormiga recolectaba la historia, filtrada de admiración para proyectarla al futuro.
Suyos fueron los cantes traídos de más allá de la radio, de más allá del tiempo, de más allá del olvido.

Nunca hubo chatos suficiente para el niño de Mairena que nunca dejó de ser. 
Las pataitas bien metidas, la voz de Pastora Pavón, un silencio en mitad de la sonanta, la curva del cielo, la ciudad de Madrid, reconocer en la juventud de las de Utrera que ese arte inmortal no habría de morir nunca.

Él simplemente se fue.
Se caló hasta mitad de la frente ese sombrero de ancha ala y clavó su mirada en el público que hoy ya no estaba.
Por primera vez una soleá salió de una boca sellada. 
No hubo moscas y sí langostas, no hubo claveles y sí azahares, no hubo lágrimas y sí sudores.

Antonio Mairena se fue un 5 de septiembre de 1983, a dos días de la que iba a ser su última borrachera.