lunes, 6 de agosto de 2012

La hoja de olivo cordobés























Una historia de viajes, previa a las imágenes que contarán el de Japón.

Fue como quien dice por azar, casi sin querer. Fabricio, María y yo veníamos de tomarnos una penúltima cerveza pre veraniega, fantaseando todavía con viajes y aventuras, cuando, a la salida del "O mundo", Fabricio arrancó la hoja de un pequeño olivo plantado en la puerta y me pidió que la dejase en algún lugar especial, allá en tierras japonesas.
Buen encargo.

Alarmado por mi despiste decidí guardarla bien, en un lugar que sabía seguro que me acompañaría durante todo el viaje: un bolsillo pequeño de la mochila donde va mi cámara de fotos.
Sin tener muy claro dónde acabaría, llegué a mi primer hotel con el despiste jetjaguero y un Tokyo recién amanecido y entonces lo vi: le haría fotos a la hoja en los ryokans donde estuviese.
Los ryokans son las habitaciones de hotel, redecoradas al estilo japonés, con tatamis, futones, ventanas de panel de papel y la vida de la habitación difuminada a ras de suelo.
Era un lugar ideal para una hoja de olivo.
En algunas ciudades tuve la suerte de poder dormir así, en otras sólo fue en habitaciones al estilo occidental.
Intenté hacerle fotos a la hoja también sobre la moqueta de un hotel convencional, pero no era lo mismo. Lo descarté enseguida, así que me quedé con las pernoctaciones en Tokyo, Kyoto, Nara e Hiroshima. No son malos lugares para una hoja viajera.
Me gustó, igualmente, que en cada uno de ellos la cinta decorativa del tatami tuviese un motivo diferente, lo que le ofrece una dimensión más al paso de los días.

Veintidós días después de la llegada a Tokyo regresé al mismo ryokan del precioso barrio de Nippori, así que ya no hubo más que pensar. Dudé un momento en que la hoja se quedase sobre el tatami, ya reseca por el calor de los días, pero al ver una maceta en la entrada del hotel pensé que qué mejor que regresar a la tierra donde todos -ella y nosotros- pertenecemos.
Salí de allí a las cinco de la mañana, en busca de un avión que desandase mis pasos, y casi sin querer, igual que había surgido todo, se me cayó la hoja en la tierra húmeda del amanecer.